Por Héctor José Iaconis.
Durante muchos años, en la Plaza “General Belgrano”, especialmente en las tardes “del paseo” había un fotógrafo, por lo general, que se lo solía encontrar en un punto fijo del lugar. Su presencia parecía ser parte de ese hermoso paisaje de domingo, de un día de primavera, en que sonaban los acordes de la banda de música que dirigía el maestro Chiefari y estaban activos los parlantes de la propaladora “Splendid”.
Era, sin dudas, aquel un paisaje pueblerino, de otro tiempo, pero tenía ese encanto que revelaba una forma de vida distinta.
En los años ’20s, ’30s, ’40s y ’50s, sacarse una foto con una «cámara minutera» en la plaza era, algo así, como un deber cívico. La gente, de todas las edades, se acercaba con su mejor ropa dominguera, el pelo engominado y los zapatos lustrados, para posar delante de fotógrafo de la plaza.
Los nombres de los fotógrafos que, a lo largo de tantas décadas, operaron en la Plaza “General Belgrano”, fueron perdiéndose en el devenir del tiempo, aunque quedó en el recuerdo de muchos la imagen del señor Sala, que durante varias décadas prestó el gentil servicio.
El arte de hacer una foto en la plaza era, en efecto, parte de un tiempo que pasó, en el cual los parámetros estéticos y la exigencia del procesado digital con Photoshop estaban muy lejos.
El dominio manual estaba entre las habilidades requeridas para poder cumplir las exigencias de este noble oficio de fotógrafo de plaza quien urdía sus saberes empíricos y su arte en torno a un viejo aparato de tomar fotografías, una cámara de cajón que contaba, por así decirlo, con el laboratorio incorporado.
Las manos maestras del fotógrafo parecían transformarse en las de un verdadero artista. La cámara minutera, que aún se siguen construyendo de forma artesanal para los selectos cultores del coleccionismo o de las prácticas fotográficas analógicas, era una caja negra con un orifico donde se ubicaba la lente y un chasis que sostenía el papel fotosensible. Desde el otro extremo, mirando desde dentro hacia el objetivo, se enfocaba. Estaban montadas sobre un trípode y, según los modelos y los añadidos que su propietario podía efectuarle, podían variar en su constitución.
Seguidamente, al ser destapado el objetivo, la luz entraba por la lente y plasmaba la imagen directamente sobre el papel. Con sumo cuidado y merced al adiestramiento que poseía, para evitar cualquier contacto con la luz interior, el fotógrafo introducía una mano por una manga de tela adherida a la caja, y sumergía el papel en el baño revelador. Luego, lo secaba y tras lavarlo lo introducía en el fijador. La rapidez con que era realizado este procedimiento y la posibilidad de obtener el retrato en tan poco tiempo daba la denominación a este procedimiento: fotografía minutera.
Una vez tomada la foto, el fotógrafo solía aconsejar al cliente que llevaran la copia en la mano hasta que a secara bien.
El fotógrafo de la plaza se sabía un auténtico hacedor, pues podía suponer que ese recuerdo que el elaboraba tal vez sería el único documento con que contaría una familia o dos enamorados de su pasado para enseñarlo a la posteridad.
En la década de 1920 y comienzos de la siguiente, en periódico «El Gráfico» editaba algunos suplementos especiales ilustrados. El fotógrafo de la plaza proveía, para esas ediciones, algunos retratos de personas conocidas o de vecinos que aceptaban posar para que luego, sus rostros integren la publicación. Esas galerías de retratos de ocasión publicadas por «El Gráfico» fueron, en cierta forma, las únicas en su tipo.
Con el correr de los años y de la llegada del progreso, paulatinamente, los fotógrafos de plaza fueron desapareciendo de la mayoría de las ciudades del interior del país. En algunas, aquellas que tiene una actividad turística más intensa, sobreviven como parte de ese ámbito.
Lo cierto es que, en la mayoría de las poblaciones, como en el caso de la ciudad de 9 de Julio, el fotógrafo de la plaza se sumergió para siempre en la bruma del ayer. Al popularizarse en las clases menos pudiente el uso de las máquinas instantáneas no tan sofisticadas, el fotógrafo de la plaza fue perdiendo su lugar.
Hoy la modernidad de la fotografía digital permite no solamente borrar toda toma inconveniente o poco agraciada sino que la imagen puede recorrer cientos, miles de kilómetros en poquísimos instantes para mostrar rostros de seres amados a otros seres que no están presentes. Lo que parece casi cierto es que la calidad de las más detalladas y sofisticadas improntas tecnológicas no pueden equiparar lo perdurable de aquellas viejas sonrisas de plaza.