En tanto psicoanalistas, convivimos con la vida y la muerte. Nuestro psiquismo, está habitado por la pulsión de muerte, y hay allí una paradógica satisfacción. El goce del ser humano en aquello que lo hace sufrir, precisamente porque lo que se satisface es su pulsión mortífera. No hay salida?… Sí, la hay! Y es mediante la pulsión de vida que también nos habita, mediante el Deseo. Es el deseo lo que nos hace libres. Libres de qué? De esa tendencia a la muerte que tambien nos habita. Eros y Tanathos conviven. Y el mejor negocio es que triunfe la vida.
El deseo es el motor de la vida, es la urgencia que nos estimula a vivir cuando le gana la pulseada a la muerte, pero que debe negociar, inteceder y diría hasta triunfar frente a ese enemigo íntimo que es la muerte en vida. La muerte que habita la vida, que es la muerte del deseo. Y el deseo es fugaz, porque justamente es su fugacidad lo que lo mantiene vivo, fugacidad dada por la insatisfacción. Palabra con mala prensa, pero aclaremos que sin insatisfacción no hay deseo, porque el deseo siempre es deseo de otra cosa. Si el deseo se agotase en una cosa, se acabó el deseo. Tiene que haber algo que vuelva a calentar los motores para seguir deseando, para seguir viviendo, y ese algo nos está dado por la insatisfacción que nos constituye en tanto seres deseantes. Esto no es lo mismo que no estar contento con nada de lo que logro. No. Todo lo contrario, se trata de poner en marcha esa insatisfacción inaugural que nos hace ser deseantes, y nos salva de la muerte del deseo, o la anestesia o adormecimiento del mismo. Ese deseo que hay que despertar, que es nuestra responsabilidad inventarlo si no está, crearlo, construirlo, y sostenerlo contra todo aquello que lo aceche, aún nuestras propias trampas, nuestros propios fantasmas. Y no hay que pensar que el deseo nos llega como una revelación, no siempre se sabe de entrada lo que se desea. Y no se trata a veces de lo que deseamos, sino que pongamos nuestro deseo en lo que decidimos hacer, y que podamos sostenerlo contra viento y marea. En nuestra vida, somos responsables de no ceder frente al deseo. Hay que sostenerlo, porque como dice Ana María Matute, el mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida, porque acaba siendo verdad.
Creo firmemente en que podemos elegir cómo morir: morir bien o morir mal.
Coincido con Santiago Kovadlof, en que morir bien es morir a tiempo. No hay peor infierno que asistir a las exequias del propio deseo. Al funeral de nuestras pasiones. La muerte es por eso… lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza, lo que encallece la piel.
La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres…, esa es la muerte que mata, y no la que viene después.
Por eso, imploremos que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos.
El deseo es el motor de la vida, esa urgencia que nos estimula a seguir adelante, con paradas intermedias, pero sin un destino final, salvo la muerte. La plenitud que sentimos después de una comida, del sexo, de un buen libro, o de lo que sea que deseamos, es inevitablemente breve, fugaz y que en tanto deseantes, nos relanzamos por el camino del deseo para sentirnos vivos. Somos seres humanos fragmentados, incompletos, y es esa incompletud misma la que nos hace caminar, diría Lacan. Siempre existen grietas. Que logremos convivir con esas grietas es la clave, para llegar a ser unos seres, digámoslo así, razonablemente sanos.