El Indice de masa corporal (IMC) sigue siendo la medición más utilizada por los profesionales para clasificar a las personas en función de su peso, porque se correlaciona bien con la grasa, pero a nivel individual no da información sobre la cantidad de grasa corporal, que es el dato que define la obesidad.
Desde hace mucho que definimos la obesidad por el IMC, una medida que calcula el peso saludable de una persona considerando sus kilos y su altura. Son muchas las voces que ponen en cuestión su uso, ya que obvia algo muy importante: el tipo de grasa y su distribución por el cuerpo. Tener en cuenta sus limitaciones y usarlo en combinación con otros indicadores sí que puede aproximarnos con precisión a nuestro estado de salud. Lo analizamos en las siguientes líneas.
La fórmula es muy sencilla: dividimos nuestro peso en kilos por nuestra altura en metros elevada al cuadrado. El resultado dirá si tenemos bajo peso, peso normal, sobrepeso u obesidad.
La idea de buscar una medida que describa al hombre promedio nace a principios del 1900, cuando las compañías de seguros de vida observaron que se registraba mayor mortalidad entre sus clientes con sobrepeso y obesidad. Sin más estudios científicos que la observación, comenzaron a calcular la grasa corporal de las personas y, por tanto, su riesgo de morir, comparando su peso con el de otras personas de la misma altura, edad y sexo. Esto ya les valía para negarse a cubrir el seguro de un cliente con sobrepeso.
En la década de los setenta, el fisiólogo norteamericano Ancel Keys recuperó el concepto previamente inventado por un estadístico belga en 1830, pero al que dio nombre y popularizó como IMC (Body Mass Index, en inglés). Keys demostró, gracias a un estudio que realizó con más de 7.000 hombres sanos, que el IMC era un predictor más seguro y preciso que los métodos que usaba la industria de los seguros.
De todo aquello han pasado muchos años y la ciencia actual nos indica que calcular el peso saludable no siempre resulta tan simple en todas las personas. Prueba de ello es que, si el IMC fuera una herramienta precisa y perfecta, ninguna persona delgada sufriría un infarto o una enfermedad metabólica.
El IMC no distingue entre la masa libre de grasa –en la que incluimos músculos, huesos, órganos, tejidos y líquidos– y la masa grasa (el tejido adiposo), por lo que no resulta un buen indicador a la hora de pronosticar la salud en personas de edad avanzada, ya que según se va envejeciendo se pierde masa muscular y ósea, pero se gana grasa abdominal. Tampoco sirve para deportistas profesionales (muy musculosos). Ejemplo, un fisicoculturista de 80 kg, con mucho músculo y poca grasa, puede presentar el mismo índice de masa corporal que una persona con el mismo peso y altura, pero sin apenas músculo.
Cuando una persona aumenta su porcentaje de grasa corporal y su peso no varía, es decir, no cambia su IMC, lo que puede ocurrir es que pase desapercibido el riesgo que supone esa acumulación de grasa abdominal. Una persona considerada delgada por el IMC, pero con un elevado porcentaje de grasa, tendrá la prensión areterial alta y seguramente presentará cifras elevadas de glucosa, insulina, colesterol y triglicéridos. La correcta evaluación de la obesidad requiere estimar la cantidad de grasa abdominal y, para ello, se utiliza desde hace años la medición del perímetro de cintura como una medida complementaria.
La distribución de la grasa corporal entre hombres y mujeres es diferente. El tejido libre de grasa (músculo) es mayor en los varones y aumenta progresivamente hasta los 20 años, disminuyendo posteriormente en el adulto. En las mujeres, el contenido de grasa es mayor y aumenta con la edad.
Una vez alcanzada la adolescencia, las mujeres adquieren una mayor cantidad de grasa corporal que los varones y se mantiene así durante su edad adulta, de tal manera que el hombre presenta cerca del 15 % de grasa, localizada sobre todo en partes centrales del cuerpo, como espalda y abdomen, y la mujer entre un 20-25 %, localizada en caderas y muslos.
El IMC no se percata de estas diferencias. Por ello es útil utilizar el índice cintura-circunferencia de cadera (ICC), que permite estimar el riesgo de enfermedad crónica relacionado con la distribución de la masa corporal.
Cuando calculamos el IMC en adultos no se tiene en cuenta ni el sexo ni la edad, pero no es así en el caso de los niños. Como los menores se encuentran en pleno crecimiento y la cantidad de grasa se modifica en función de la edad, al IMC –que se calcula como en los adultos– se añade otra variable: los percentiles. Estos valores son una medida en la que se compara el peso y la altura del niño con otros de su misma edad y sexo. Si el niño está dentro de la media, tiene un peso normal; si está por encima, su percentil es alto (obesidad infantil), y si está por debajo significa bajo peso.
Sofía Villarrica
Lic. en nutrición
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