Por Carlos Crosa (*)
A los del barrio de tango nos pegó lo de Spinetta, el flaco de la estética distinta de la otra cuadra. No éramos sin él como tampoco él sin nosotros. Por eso pateó nuestra vereda cantando Grisel, después de que le prestáramos oreja a su “Muchacha ojos de papel”. ¿Quién no? Éramos jóvenes, con pecados a estrenar, y nos dolía el mismo asunto: el de la grabadora que destruyera matrices de distintas propuestas locales, que no hubiéramos conocido de no ser por los coleccionistas. Vaciamiento cultural hecho en pos de promover una bazofia musical, cuyos patéticos espectros aparecen todavía en micros televisivos.
Lo del Flaco, Piazzola, Los Gatos, o cierto cine de entonces, por dar algunos ejemplos, fue una cuerpeada contra el “sucundún”, mediocre onomatopeya sesentista que resumió una obligada espera para difundir creaciones en cualquiera de sus formas.
Él, pese a ello, siguió con su música y una poética con influencia surrealista, alto vuelo lírico, y necesariamente oscura, para que el alma del escucha se tantee.
Elijo al azar, o quizás no, “Alma de diamante”, porque me hace vislumbrar el cacho de vida que la tecnología le arranca a la huesuda, o el pito catalán que a ésta le enrostra cuando le toca beber y lo hace, sin inmutarse, el elixir de la eternidad.
Para nosotros, los del barrio de tango, la tenía tan clara como las criaturas del cafetín de Buenos Aires de Discépolo: “…/Marcial, que aún cree y espera/y el Flaco Abel, que se nos fue/pero aún me guía”.
Él también se nos fue. Pero aún nos guía.
(*) El autor es escritor. Oriundo de 9 de Julio.