Celebramos un nuevo aniversario de la Declaración de la Independencia, en San Miguel de Tucumán, el 9 de julio de 1816, cuando faltan apenas tres años para la recurrencia bicentenaria de este acontecimiento fundamental. La declaración de la Independencia sella la voluntad de un pueblo que, buscando la libertad, quiso encontrar su verdadero destino. Y este destino no podía ser hallado sino en la justicia y en el bien común. Ese gesto valiente, inspirado por nuestros próceres en un contexto difícil como era el fin de una época histórica, la caída de un orden autoritario y paternalista, la irrupción de nuevas ideas sobre el hombre y la sociedad, no podía ser una mera expresión de deseos, un acto de arrojo sin consecuencias duraderas. Era una propuesta para los años y los siglos por venir, y la idea de la independencia encerraba y prometía concretar la posibilidad de su realización.
La independencia no era un proyecto bélico ni un diseño de poder, solamente, aunque requiriera el compromiso esforzado de los hijos de la Patria, y prometía años de guerra y penurias. Era una invitación a establecer un sistema de vida que garantizara los derechos de todos, asegurara la igualdad de oportunidades y la justicia, permitiera el progreso y el bienestar, con una legislación sabia y un régimen político preocupado por el bien común. Esa iniciativa recogía la experiencia de los últimos años, tan críticos para el mundo entero y en especial para nuestra América – y le daba esa fuerte característica de unidad, tan propia de los primeros años de libertad en todo el continente, y abrevaba en las fuentes de una tradición, como la española, fuertemente marcada por la fe cristiana.
En este nuevo aniversario, y frente a un bicentenario ya próximo, ¿cómo estamos? Sin duda, hay muchas carencias, metas inalcanzadas, proyectos inconclusos y propuestas incompletas, pero es bueno que, reunidos aquí, en la casa de Dios, sepamos agradecer sus beneficios y, comprometiéndonos con honestidad y verdad, nos planteemos una doble reflexión. ¿Comprendemos el alcance de la Independencia y la responsabilidad que ella nos confiere? ¿Estamos abiertos a la trascendencia divina, a la presencia de Dios, quien nos envía su luz para conocer y comprender, para actuar con el debido acierto, con justificada esperanza de lograr las metas que debemos buscar?
Ser una Nación implica una gran responsabilidad: no es un acto del pasado, cuyas consecuencias nosotros debemos asumir, sino un compromiso que nuestros padres asumieron por nosotros y que nos sigue obligando. La responsabilidad de ser Nación no se ejerce con las soluciones y las recetas ocasionales, sino que impone una mirada que apunta más allá de nuestro tiempo y de nuestras circunstancias, que nos invita a proyectar para todos y para mucho tiempo, que nos recuerda una perspectiva amplísima, no de algunas posibilidades, de ciertos reclamos, sino también proveer a las necesidades no expresadas, a los reclamos no formulados todavía, a los grandes propósitos que fueron imaginados por nuestros padres y que constituyen la esencia de la construcción, siempre en proceso, de una Nación libre, justa, independiente. Pensamos en la pobreza, en la desigualdad injusta, a lo que se pretende responder con la propuesta incompleta y parcial, el rebajamiento a las exigencias más elementales y los ofrecimientos demagógicos.
Acaba de publicarse la carta encíclica del Papa Francisco, que con el título Lumen fidei, La luz de la fe, ha dado a conocer en este momento tan importante del mundo. Para nosotros, argentinos, la palabra del Pontífice Romano tiene una especial significación., y debemos estar abiertos a una escucha atenta, inteligente. Los invito, pues, a leerla con atención, para que ella nos ayude en la tarea de construir la Patria.
Esta fe, anunciada por la Iglesia de Cristo y que el mismo Señor ha confiado a sus discípulos, es la clave para la comprensión cabal de nuestro destino. En efecto, dice el Papa, “la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido” (3). Las limitaciones de los hombres, pero también sus pecados, nos apartan del camino justo y sabio, porque el mal obrar, las ambiciones desmedidas y los intereses materiales son siempre egoístas, parciales, discriminatorios. Pero ¿quién podrá recordarnos lo que es preciso tener en cuenta, lo que debemos hacer? ¿Dónde encontrar la justicia y el bien que garanticen la convivencia pacífica, la construcción ordenada y eficiente de un régimen social, con la adecuada participación de todos? La revelación cristiana, el ejemplo de Jesucristo y sus enseñanzas, están a nuestro alcance para ilustrarnos, pero también para confortarnos en los tiempos difíciles, para renovar nuestro entusiasmo a veces desfalleciente, para devolvernos a las actitudes que nunca hubiéramos debido abandonar.
Esta revelación nos habla al corazón y a la mente, y recibida como fe que ilumina el sendero, mantiene su arraigo en el pasado, “memoria fundante”, la llama el Papa, y responde a las más entrañables aspiraciones del hombre, al mismo tiempo que señala un futuro, “nos devela vastos horizontes y nos lleva más allá de nuestro yo aislado, hacia la más amplia comunión” (4). Esta propuesta se puede aplicar también al modo de ser Nación, implantada en los más nobles principios humanos, que son inspirados por Dios, siempre, quien los hace presentes en la misma naturaleza del hombre y en toda sociedad. Nos falta todavía encontrarla y realizarla entre nosotros, porque no podemos ejercer en paz una convivencia respetuosa y justa, porque los responsables políticos no atienden a las necesidades que el pueblo denuncia: el alivio de la pobreza, la distribución justa de los bienes, la custodia de la vida de los ciudadanos, amenazada por la inseguridad, la violencia y la irresponsabilidad, las carencias de la salud pública y de la educación; más profundamente aún podemos señalar los atentados contra la vida naciente, la fragilización de los vínculos familiares, la irresponsabilidad en el ámbito de la reproducción y la genética humanas, la desvalorización de la moral.
La Independencia, proclamada hace casi doscientos años, es aún incompleta, y seguirá siéndolo si no se concreta la aplicación justa y sincera de aquellos principios que la inspiraron. A los ciudadanos, a todos nosotros, nos corresponde reclamar que así sea, pero también esforzarnos por ir dando los pasos en nuestras actividades, en nuestros ambientes, para poder introducir y afirmar esa nueva conciencia que necesita el país. Pidamos a Dios que los gobernantes y los gobernados, en unidad responsable y operante, sepamos encontrar la manera de conseguir tales fines.