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jueves, noviembre 28, 2024

Hoy: «El descendimiento de la cruz», de Rogier Van der Weyden.

roger-van-der-weyden-el-descendimiento* Por Cristina Moscato.

En el año 1435 el Gremio de Ballesteros de Lovaina – actual Bélgica- encarga a Rogier Van der Weyden un cuadro para adornar la capilla de la iglesia de Nuestra Señora de Extramuros de esa ciudad.
El artista, inspirado en el descendimiento de la cruz tal como se lo concebía en la Edad Media, reúne a San Juan, a la Virgen María, a las Santas Mujeres, a Nicodemo, a José de Arimatea; ahonda en la piscología y sentimientos de los personajes y compone una obra tan bella como dramática.
Sobre un soporte de madera de roble de 220 cm x 260 cm, parte central de un tríptico cuyas alas se perdieron, diez figuras de tamaño casi natural, se agrupan dentro de una especie de hornacina o urna que presenta los ángulos superiores decorados con pequeñas ballestas –distinción a la cofradía que hizo el encargo-. El fondo es liso, de oro, de modo que las figuras parecen esculturas policromadas. Sobre el suelo que imita a la naturaleza, se ven hierbas y restos de huesos humanos.
Dos figuras, entre todas, atraen rápidamente nuestra atención: Cristo y su madre cuyos cuerpos, uno muerto y el otro desfallecido, atraviesan el cuadro en diagonal, paralelos el uno con el otro, casi en consonancia, extraordinario recurso con el que el artista centra la composición en el dolor que experimenta la madre ante el sufrimiento y la muerte del hijo.
Cristo, envuelto en un lienzo blanco, acaba de ser desclavado de la cruz por el joven que está en la escalera. Nicodemo, vestido como un doctor de la ley judaica y a punto de perder el equilibrio, lo sostiene por las axilas. José de Arimatea, ataviado como un rico burgués de Flandes, le ayuda sosteniéndolo por los pies. Más allá de las apariencias mundanas, el hombre que consiguió el permiso de Pilatos para llevar el cuerpo a su sepulcro, se ve muy consternado; una barba de varios días habla por sí sola del momento que está atravesando.
María, desfallecida ante la imagen del hijo muerto y torturado, es sostenida por San Juan y por María Salomé. Tiene ojos cerrados y llenos de lágrimas. Lleva una toca blanca –signo de pureza- y una túnica azul que fue coloreada con un pigmento importado de Afganistán cuyo altísimo costo determinó el precio final de la obra. La mano derecha, que descansa sobre la cintura, está muy próxima a la del hijo que cae, laxa y herida, en dirección del suelo. (En ellas puede observarse no solo la perfección con que han sido dibujadas sino el contraste de tonalidades entre la mano de María desfallecida y la de Cristo muerto). La otra mano de María, laxa como la del hijo, se aproxima a una calavera que descansa sobre un matorral verde, lo que podría aludir a la vida después de la muerte tal como lo sostienen las creencias cristianas.
Es de destacar que esta calavera lleva en los dientes un aparato que parece de ortodoncia, artefacto que fuera calificado por los críticos como un objeto fuera de su tiempo, vale decir, que no encaja con la fecha en que han sido datados. (Se ve solo en alta resolución).
María de Cleofás, en el ángulo superior izquierdo, no tiene consuelo. María Magdalena a la derecha – que en oposición a Juan engloban la escena en una especie de paréntesis – se dobla consternada, hacia los pies que ha ungido con anterioridad. Un desconocido, señalado como uno de los miembros de la cofradía, sostiene el tarro con los ungüentos.
El Descendimiento de Rogier Van der Weyden, considerada la obra maestra del artista, permaneció en la iglesia para la fue concebida por el término de cien años. María de Hungría, regente de los Países Bajos, hermana de Carlos V y reputada coleccionista, logró llevarla a su residencia a cambio de un órgano valorado en 1.500 florines y una réplica para la iglesia pintada por Michel Coxcie.
Felipe II, a poco de coronarse, logró que su tía le cediera la pintura y en 1555 la despachó por mar para España. Tras sobrevivir a un naufragio –el barco que trasladaba el cuadro zozobró- y luego de algunas restauraciones, fue a parar a la capilla del Pardo en las proximidades de Madrid. Con Felipe rey –tan amante de la obra como la tía- fue trasladada al Monasterio del Escorial.
Durante la guerra civil española, la pintura, junto a otras de contenido religioso, fue enviada a Ginebra. Regresó al país en 1939 para quedar, definitivamente, en la colección del Museo del Prado.
Gracias a un convenio de la pinacoteca de Madrid y el buscador de Google que aplica a los lienzos las técnicas de su herramienta de Google Earth, la obra puede verse en la web en alta resolución.

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