Una multitud de notificaciones de la escuela especial la catalogaba de “ingobernable”. Cuando pasó una noche afuera sin avisar la institución le exigió a los padres una disciplina, que se hicieran cargo porque la expulsión estaba cerca.
Poco después de unos análisis clínicos, en silencio y sin explicación, llegó una “laparoscopía”, según se decía. Maestras, supervisoras y directoras sabían que le había ligado las trompas.
Si entendemos esta intervención como represiva vamos a pensar que la operación quitó la posibilidad de gestar, de quedar embarazada que era el mayor fantasma con el que la institución asustaba al padre y la madre de ella. Y que por otra parte ella tendría más libertad y menos control a la hora de sus salidas, vínculos e intercambios sexuales.
Pero estas intervenciones sobre los cuerpos no solo lo mutilan, sino que con mucha mayor eficacia transforman la vida, el futuro, los modos de relacionarse y de ser de la persona operada. Y también disciplinan a los familiares y confirman el poder institucional sobre cuerpos a través de la sexualidad, pero también reteniendo en la discapacitación.
Por ejemplo, años después una terapista ocupacional se encarga de guiarla en actividades que se consideraban reafirmadoras del género, como maquillarse, teñirse el pelo, ir a comprarse ropa, pintarse las uñas. porque se entendía que su descuido personal era evidencia de una des-generización y que ejercitarse en esos cuidados iba a reforzar su identidad. Sin embargo, detrás de estas palabras y convencionalismos estaban los mismos intereses institucionales, esta vez tomando los roles de género para repetir una operación de adiestramiento y adecuación que moldeaba en ella un carácter sumiso “la que debe agradar”.
Nuevamente esta intervención sería para dar autonomía, pero entendida en el marco heteronormativo, profundizaba el debilitamiento de su personalidad.
Así, muy resumidamente, es como ella se ubica en una pareja estable, un compañero (también formado en la misma institución, como debe ser) que funciona como un peón que la pone constantemente en jaque, muy celoso, amenazante y potencialmente agresivo, entendiendo que aquella operación que le hicieron (y de la que él sabía) le otorgaba privilegios sobre su cuerpo, sus libertades, sus movimientos y hasta las más insignificantes actividades de la vida diaria.
Quiero rescatar que aquello que la escuela, la institución, profesionales y supervisores llamaban “discapacidad”, como algo particular de ella, fue y espero que siga siendo, lo que potencialmente siempre desestabilizó a estas intervenciones que querían hacer de ella un producto de sus miedos.
Marcelo Gil
Tendiendo Redes
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