Recientemente hubo expresiones relacionadas con el mérito y con su efecto estructural que sería la meritocracia. Han sido opiniones tendientes relativizar el valor y la significación del concepto. Por una parte así se manifestó el Presidente y también el Papa, en lo que podemos atribuir a una curiosa y casual coincidencia.
Resultan inentendibles estas apreciaciones en momentos en los que a nivel global se están promoviendo el esfuerzo y el mérito. Será tal vez porque nuestro país viene desde hace tiempo cultivando la idea de que todo debe venir de la mano del estado y varios políticos se han aprovechado de esta tendencia y hasta la han estimulado disfrazándola de ideología.
Es contradictorio con la tradición y la historia en la que se registran los esfuerzos de los inmigrantes que con dedicación lograron progresar o, al menos, vivir dignamente a través del trabajo superando inconvenientes y desdichas.
Transmitieron esos principios y hay varias expresiones y escritos que los refieren. Desde la enseñanza de un oficio digno hasta aquello de «m¨hijo el dotor» que teatralizara Florencio Sánchez son ejemplos de valiosas actitudes.
En mi recuerdo de memorioso registro varios casos de aquellos que no esperaban que les regalaran nada y para los cuales escaseaban las horas o los días de descanso, todo para atender las necesidades y el bienestar de la familia. Hay una reciente propaganda radial sobre un producto fertilizante para los sembrados y me conmueve cuando refiriéndose a los hombres del campo dice que «tienen siete lunes a la semana».
Para muchos era así, pero volviendo a los recuerdos quiero referirme a uno en particular al que aludo frecuentemente como demostración. Cerca de mi casa, en la entonces calle San Luis, entre Córdoba y Mendoza, trabajaba y vivía un peluquero italiano que se llamaba, creo que se escribía así, Piscimento. Durante el día cortaba el pelo y por las noches, luego de cenar, lo veía pasar con su mujer y sus hijos hacía un terrenito que tenía en las cercanías. Allí su mujer le preparaba el «pastón», le alcanzaba los baldes y él colocaba algunas filas de ladrillo en las paredes que levantaba. Y así hasta el día y los días siguientes. Hasta que su trabajo culminaba con una casita que alquilaba o vendía. Eso era mérito a través del esfuerzo.
No había televisión ni Netflix, ni planes, pero lo que existía todavía era esa sensación de que sólo con el esfuerzo y el trabajo se podía progresar.
Como se verá no apelo a argumentaciones sociológicas ni filosóficas para contradecir a quienes restan valor al mérito, me vale un sólo y simple ejemplo, y creo fervientemente en la meritocracia como método de progreso porque es el mejor antídoto contra los acomodos, las recomendaciones o los intereses políticos o de especulación.