Por Alejandro Casas
En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
a quien tanto quería
Elegía. Miguel Hernández
Domingo. Mediodía de calor y humedad. La notebook y una botella de vino tinto para despedir a Mandi, mi amigo que se fue pero que sigue estando en mis recuerdos y en los de tantos otros, como corresponde a los buenos tipos. Y a los buenos amigos.
La muerte nos acompaña desde el momento mismo en que llegamos a este mundo, sabemos que está ahí, que un día cualquiera tocará nuestra puerta. En algunos casos –como en el de mi amigo- suele anunciarse más evidente y cercana, pero aun así no deja de ser dolorosa, más cuando se trata de un buen tipo, como ya dije.
Prometeme que si me muero antes que vos, cosa que no creo, no vas a escribir ninguna boludez en los diarios, me dijiste una vez. Y como me conocías tan bien, sin darme tiempo a responderte, agregaste: Aunque sé que no me vas a dar bola.
Y acá estoy, amigo, incumpliendo la promesa.
Pero, claro, una cosa es decirlo y otra muy distinta es hacerlo. ¿Cómo carajo sigo escribiendo sin ponerme a llorar?
¿Los jueces lloran, che? ¡Andá, qué vas a llorar por tan poca cosa! Seguí, seguí escribiendo que mientras yo le doy al tinto.
Sabés qué, Mandi, tenías razón, seguramente voy a escribir boludeces. Pero qué le vamos a hacer, es lo que me sale.
Desde alguna parte escucho tu risa irónica y estrepitosa.
Fuiste tan coherente en tu vida que te rajaste un día “13”, la yeta.
Y no podía ser de otra manera, amigo, si siempre me acompañó la mala suerte. ¿Cómo me iba a abandonar a último momento? Y te doy más letra para esas boludeces que estás escribiendo. En el hospital estuve en la habitación “14”, el borracho. Redondito, ¿no?
¡La puta madre, no podés ser más coherente!
Estuve con Mandi diez antes de que se fuera. Tuvimos un encuentro desopilante desde todo punto de vista, como no podía ser de otra manera.
Después alguien me preguntó cómo estaba, si era cierto que hablaba incoherencias, y yo le respondí que en los más de veinte años de amistad con Mandi nuestras charlas “serias” fueron siempre incoherentes, descabelladas y sin sentido.
Recuerdo cuando empecé a escribir los primeros borradores de mi novela “Boca de urna” -en la que, dicho sea de paso, Mandi es uno de los personajes centrales-, le mandaba mensajes de texto (en ese entonces no había llegado el Whatsapp) con las primeras ideas y escenas, y me respondía dándome letra. El nombre del pueblo donde transcurre la historia, Próspero Solari, se le ocurrió a él. ¿Cómo se puede llamar el pueblo?, le pregunté. Y sin dudarlo un instante me pasó ese nombre.
Aquel último encuentro en tu casa me recibiste diciéndome que al día siguiente te ibas a San Luis.
Salgo mañana a la mañana. Agarro el auto y me voy a la mierda. Me voy con lo puesto y sin un mango encima. Sabés qué lindo. Después vos te vas para allá y nos comemos unos chivitos y nos chupamos unos vinos.
A la segunda o tercera vez que me lo repetiste te dije bueno, pero yo me voy con vos.
Y seguimos hablando de un gato nuevo que había llegado a tu casa y que era flaquito y tranquilo, y que cuando se acercaba a la gata que ustedes tienen desde hace unos años, lo sacaba rajando.
Ese gato es parecido a vos, te dije.
Me miraste y sonreíste.
¿Por lo flaquito o por cómo lo caga a pedos la gata?
Te respondí con una sonrisa. Y seguimos hablando de “cosas serias”.
Cuando me fui me acompañaste hasta la puerta. Caminabas despacio y con esfuerzo.
Estoy entrenando para la maratón. Capaz que a San Luis me vaya corriendo.
Salimos y nos quedamos un rato en el porche.
Se acercaba el atardecer. Los pájaros cantaban por entre los árboles y los ruidos de las motos.
Estos árboles los hizo plantar mi viejo hace como cincuenta años, te comenté. ¿Qué pensarían nuestros viejos ahora si nos estuvieran viendo?
Sí, tienen como cincuenta años estos árboles, me dijiste. Pero no se caen. A lo sumo, cada tanto, se cae el tronco de una rama. Son fuertes los árboles.
Pero si se te cae un tronco de esos te rompe la cabeza, te dije.
Y me respondiste:
Yo tengo tanta sal que seguro que si me cae uno en la cabeza me deja medio tullido pero no me liquida.
Por un momento dejaron de pasar motos y autos. Tampoco se escuchaban las voces ni la música de los vecinos. Sólo los pájaros.
Nos quedamos un rato callados, mirando los árboles.
Qué mala suerte tuvieron…
Te miré sin entender, esperando que completaras la frase.
Eso dirían nuestros viejos. Por lo menos el mío.
Un nuevo silencio, pero esta vez más breve.
Dejate de joder y pensá en recuperarte. Vamos que te acompaño hasta dentro.
Yo puedo sólo, ¿te pensás que estoy inválido?
Igualmente me quedé a tu lado hasta que entraste a tu casa.
Antes de cerrar la puerta te dije, mirá que mañana a las seis en punto te paso a buscar para ir a San Luis, así llegamos para después del mediodía.
Sí, te espero. Sabés qué chivitos nos vamos a comer. Y qué vinardos nos vamos a chupar.
Como ya dije, Mandi se fue diez días después de ese encuentro. Yo no estoy cumpliendo con mi palabra de no escribir en los diarios sobre él. Mucho menos de no escribir “boludeces”.
Tampoco cumplí con la promesa de pasarlo a buscar el día siguiente para irnos a San Luis.
Estoy seguro que se cansó de esperarme y el sábado 13 arrancó solo su viaje deseado. O, tal vez, haya salido para la mítica Ruta 40 que tanto lo apasionaba.
¿Andará en auto? ¿Andará a pie? Sólo él lo sabe.
Se fue con lo puesto y sin un mango encima, como me había dicho aquel día en su casa. El día de nuestra despedida.
Y como las historias delirantes y descabelladas siempre formaron parte de nuestras charlas y de nuestros encuentros, ¿por qué no pensar que un día Mandi me llame para que vaya a San Luis a comerme un chivito, tomarnos unos buenos vinos y hablar de “cosas serias”, como lo hicimos durante más de veinte años?