Por Héctor José Iaconis
El lugar de las tenidas era sombrío, tal vez como el grupo que allí se congregaba. Embriagados por la idea, latían al ritmo de una locura.
Una tarde de mayo de 2010, en Castañares, un populoso barrio de la parte norte de la ciudad de Salta, una mujer ya octogenaria ponía en manos del autor de esta crónica, uno de los pocos legados que había recibido de su tío abuelo, el doctor Wilhelm Rudolf von Ricker (Guillermo Ricker): una especie de diario o cuaderno de notas que, el singular personaje, había llevado durante su estancia en dos ciudades de la provincia de Buenos Aires: Chacabuco y 9 de Julio. En la primera, su estadía había sido relativamente breve, desde 1939 hasta 1940; mientras que, en 9 de Julio, residió entre 1940 y 1947.
Escrito íntegramente en alemán, aquellos pliegos, ciento sesenta y dos folios, encabezados por una deslucida portada manuscrita en la que apenas se leían tres palabras, que servían de exordio -“Erinnerungen und Beschwörungen”- fueron el único e inmanente refugio, de un ser que vivía inmerso en una profunda soledad. Allí, con una meticulosidad casi matemática, trazó un friso variopinto sobre su vida en la ciudad, el contexto de su época, los personajes con quienes interactuó y, sobre todo, su rol de traductor de escritos doctrinales y de propaganda nazi para un grupo de partidarios del nazismo que se reunía secretamente en el subsuelo de una vivienda céntrica de 9 de Julio.
Quien escribe estas líneas no dudó en tomar notas, copias y registros fotográficos de aquel singular documento con el cometido de hacerlo traducir y de estudiarlo. Lejos de haber sido abordado de manera absoluta, estos apuntes son el fruto de la traducción libre de algunos pasajes, vinculados a la vida del aludido personaje en 9 de Julio.
EL DIARIO, UN MEMORIAL
En cierta forma, no resultaría significativo describir las características de ese cuaderno, que su ocasional propietaria atesoraba con recelo, si sus formas no resultaran tan excepcionales como el argumento que contenía.
Resguardado por una encuadernación sobria, de tipo holandés, el papel era, a simple vista, de calidad y se asemejaba al de Normandy Vellum, tan excelente para la impresión tipográfica, pero menos adecuado para escribir con la inconfundible pluma “Bremer” de Soennecken, de trazo medio, como la que usó Guillermo en las primeras noventa páginas o con la estilográfica de la que prefirió valerse para concluir el texto: una “Geha”, fabricada en Hannover, en el período de entreguerras, que le había obsequiado su madre.
En los apuntes tomados con la pluma, el autor usó tinta negra o, más bien, azul-negra. Curiosamente, sólo optó por escribir en un color rojo, de saturación intensa, los nombres de los veintitantos hombres, vecinos de 9 de Julio, que integraban esa especie de logia secreta filonazi. Desafortunadamente, se limitó a indicarlos sin añadir sus apellidos. Tal vez, al momento de escribir el Diario no los recordaba o, simplemente, prefirió identificarlos con detalles menores, mencionando sus profesiones o apodos: «Antonio, el comerciante»; «Luis, el español» o «Martín, el carpintero». Por fortuna, para quien conozca algunas referencias vinculadas a la historia lugareña, es posible formarse una idea acerca de quiénes son y a qué estratos sociales pertenecían.
La tonalidad bermellón de un lápiz blando aparece también estampando el nombre del intendente municipal de 9 de Julio con quien se había entrevistado tres veces buscando, infructuosamente, un empleo rentado en las oficinas municipales. El intendente, siempre, supo despedirlo con promesas tan abultadas como incumplidas.
EL HOMBRE
Cuando Guillermo Ricker dejó Alemania, huyendo de las presiones que los nazis ejercían sobre los catedráticos que no adherían al régimen, ya estaba graduado en Filología y en Historia del Arte. Dictaba clases en Dresden y trabajaba en una edición crítica de las obras de Samuel Pufendorf.
Había residido en España y en Inglaterra, mientras trabajaba en sus tesis doctorales. En ambos país se había familiarizado con sus idiomas, lo cual le permitió emplearse como traductor en una editorial, mientras concluía su formación universitaria.
Dejar Alemania le significó, sin dudas, la decisión más importante de tu vida, la que habría de determinar su destino para siempre. Algunos de sus alumnos, aquellos que disponían de solvencia económica, le facilitaron los recursos para emprender el forzado destierro, preludio de un inevitable ostracismo.
Arribó al puerto de Buenos Aires en el verano de 1935. Conformaban su equipaje un par de trajes, sus cuadernos de notas, algunos enseres y un baúl con libros. Aquellos eran apenas una ínfima parte de la monumental biblioteca que dejó al cuidado de su hermana, en un departamento de la calle Prager. Aquel corpus bibliográfico de más de diez mil volúmenes, con ediciones originales de los siglos XVI, XVII y XVIII, así como su colección de manuscritos, terminaron devorados por las llamas durante los bombardeos de 1945.
Apenas arribó procuró granjearse la confianza de algunos integrantes de la colectividad germana de Buenos Aires. Así, consiguió, primero, un empleo como administrativo en una empresa de gestión aduanera para pasar, más tarde, a ocupar un humilde puesto de traductor en una editorial.
En la medida en que el tiempo transcurría, su situación financiera fue tornándose cada vez más apremiante, obligándole a vender buena parte de sus libros, su cámara fotográfica y algunos otros artículos de valor que había traído consigo desde Alemania.
Un alemán de Leipzig, oficial tipógrafo, lo recomendó con un familiar suyo que poseía una casa de comercio más o menos importante en Chacabuco. Allí marchó, buscando sosegar su compleja situación, sin sospechar que el apremio sería aún mayor.
En mayo de 1940 llegó a 9 de Julio con un trabajo estable: dependiente de comercio. Ganaba poco más que un cochero de plaza pero, al menos, ese dinero le permitía sostener un alquiler; primero, en una casa de pensión en la calle Córdoba y, más tarde, en una modesta pieza ubicada cerca de la Plaza España.
ESCRITOR PROLIFICO
Su estadía en 9 de Julio, según su Diario, fue prolífica como escritor. La pobreza relativa en que se hallaba le inspiró a encontrar espacio para leer afanosamente acerca de algunos autores ingleses que siempre la había interesado.
El tiempo que le dejaba libre su trabajo lo destinaba para visitar, de cuando en cuando, el Club Español donde se relacionó con algunos vecinos, aunque no logró forjar con nadie una amistad verdadera. La mayor parte de sus horas estaban dedicadas al estudio, a la revisión fragmentada de sus escritos inherentes a Pufendorf o a escribir sobre otros autores de su interés.
De poquísimos recursos eruditos debió disponer en una ciudad en la que existían apenas dos bibliotecas y limitadas obras específicas sobre historia europea. 9 de Julio le aportó, por así decirlo, un móvil inspirador que supo aprovechar con espíritu inquieto.
EL GRUPO
Una mañana de 1941, mientras caminaba por la avenida Mitre, a pocos metros de la intersección con Vedia, fue interceptado por un hombre, industrial acomodado, que vestía traje gris con luto en la solapa. Luego de dialogar acerca de algunos asuntos triviales y sabiéndolo dotado de cierta preparación académica, no tardó en ir al grano: necesitaba disponer de sus servicios como traductor para un grupo de lectura que operaba semanalmente, teniendo como premisa debatir algunas temáticas de actualidad.
Guillermo, al indagar, descubrió que ese conjunto no era un simple nucleamiento de vecinos que se congregaba en derredor a la mesa de un café para dialogar sobre el devenir de los tiempos modernos. Era, aquel, una especie de logia secreta que, sin grados ni atributos simbólicos, se reunía para leer artículos, libros o textos que sostenían, fomentaban o explicaban la ideología del Nacionalsocialismo. Una veintena de hombres, de variadas edades y ocupaciones, la mayoría de ellos argentinos y unos pocos extranjeros [dos italianos, un alemán de poca formación intelectual y tres españoles (gallegos)], en el subsuelo de una vivienda de la avenida Primer Centenario (hoy San Martín), a pocas cuadras de la Plaza “General Belgrano”, habían prestado su cabal adhesión al nacismo; o, más bien, a la ideología nazi que, en ese momento, creían comprender.
Guillermo aceptó el ofrecimiento, pues ello le significaría un nuevo ingreso pecuniario. Al mismo tiempo, suponía, las publicaciones que traduciría lo mantendrían informado sobre la situación en Alemania.
Durante dos años tradujo con minuciosidad y entregó semanalmente los escritos al grupo filonazi. Además, participó de algunas reuniones y colaboró traduciendo correspondencia que servía para el intercambio de noticias o para acompañar la remisión de fondos. En efecto, los integrantes del grupo, además, enviaban dinero con regularidad a un contacto en Chivilcoy quien, a su vez, debía remitirlo a otro en Buenos Aires.
El lugar donde esta logia secreta mantenía sus tenidas, según el testimonio de Guillermo, era sencillo y discreto. No había más mobiliario que una mesa y la sillería necesaria para alojar a los miembros. El único adorno que pendía de las paredes era un confalón de raso granate en el que se hallaba bordada una cruz esvástica. También, con objetivo incierto, se exhibía un alfanje que Guillermo contempló con curiosidad, pues presumía que el acero templado de su hoja había sido fundido en Damasco.
A veces, en algunas reuniones, aparecía sobre una mesita un vaciado en bronce, con base de tonalidad ebúrnea, con la imagen del dictador alemán.
El grupo funcionaba de una forma relativamente orgánica. Existía un cierto orden esquemático en el tratamiento del texto escogido para la reunión. Mientras un miembro hacía las veces de relator, otro tomada notas de las observaciones, referencias, sugerencias e ideas que fluían en el entorno.
En las escasas ocasiones en que Guillermo descendió las escalinatas de la casa de la avenida Primer Centenario para participar de las reuniones del grupo, sus miembros lo recibieron con cordialidad y prestancia. Su condición de alemán le daba, entre ellos, un prestigio aparente. No inferían, desde luego, las consideraciones desfavorables que el invitado se había formado acerca del nacismo, como tampoco los motivos reales que lo había llevado a dejar Alemania.
El grupo coexistía de una forma cerrada y simbiótica. No se solía incorporar a nuevos miembros aún cuando las bajas iban reduciendo paulatinamente el número de asistentes.
Guillermo , en el decurso de esos dos largos años, les ofreció dos disertaciones: en una les habló sobre Immanuel Kant y el uso dogmático de la razón y en otra sobre Fichte y sus apreciaciones sobre el judaísmo. Tras una de esas conferencias, uno de los contertulios propuso les hable sobre un libro de Alfred Rosenberg del cual aún no circulaban traducciones españolas corrientes, moción que fue acompañada por el resto del auditorio. Sin embargo, Guillermo, para escapar de tamaño entuerto, se excusó con elegancia, alegando no contar con un ejemplar de la obra.
La natural decantación o el sentimiento de decepción que algún incauto integrante debió experimentar a la hora de conocer las verdaderas intenciones del régimen nazi, hizo que el grupo se extinga.
LOS ULTIMOS AÑOS
Guillermo Ricker vivió en 9 de Julio hasta 1947. Ni bien tuvo noticia de que su hermana y su cuñado estaban en Argentina, no dudó en salir al encuentro de ellos, abandonando para siempre 9 de Julio.
No obstante, su estancia en esta ciudad, los años transcurridos, se fundieron en su memoria para siempre. Aquí conoció el único amor terreno de su vida, el amor idílico y prohibido que lo unió para siempre a una joven a la que describió como “doncella entre doncellas”. Tanto fue aquel ardor de edad madura que, aún en su ancianidad y hasta las puertas de la muerte, conservó consigo el retrato de aquella mujer de 9 de Julio, casada con un poderoso terrateniente, y cuyo nombre preferimos se pierda ahora en la bruma del tiempo.
En 1980, cuando Guillermo murió, conservaba muy nítidos sus recuerdos de 9 de Julio. Recordaba la hermosura de la ciudad, de sus calles y de sus plazas; la cordialidad de los clientes del negocio donde trabajaba y las ocasiones en que, frente a la plaza principal, se sentó a la mesa de un bar.
El único retrato suyo que se conserva de la época en que vivió en 9 de Julio fue tomado en el estudio «Adobato». No está sólo, lo acompañan dos hombre conocidos, un joven mecánico socialista y un hombre mayor, propietario de un vivero, quien en su juventud había pertenecido a la masonería y adherido al liberalismo. Ambos tienen apoyadas sus manos sobre los hombros de Wilhelm. No sabemos porqué los tres eligieron retratarse juntos, quizá les haya unido alguna relación de cercanía que no alcanzó a ser una amistad. En ninguna parte del Diario, nuestro personaje, los menciona.
La gelatina de plata que grabó para siempre su imagen permite verlo en una edad otoñal, de pelo cano, y rasgos típicamente arios. Está sentado delante del cortinado con que, en «Abobato», daban fondo a las tomas fotográficas y tiene en sus manos un libro. Su mirada está condensada en un punto fijo, donde parece reposar su pensamiento.
Sus ojos glaucos, que miran desde el lejano pasado, nos devuelve aquella vida que fue y que hoy intentamos recrear. Al reverso de la fotografía, a pocos centímetros del ángulo donde se halla el sello del estudio fotográfico, Guillermo escribió en alemán una frase de Demócrito: “el olvido de los propios defectos, conduce a la arrogancia”.