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Nueve de Julio
jueves, noviembre 21, 2024

El discurso de Marcelo T. de Alvear en 9 de Julio

Por Héctor José Iaconis.

El 18 de agosto de 1937 arribaba a la ciudad de 9 de Julio el doctor Marcelo T. de Alvear, quien había sido presidente de la Nación entre 1922 y 1927 y, aquel año, se postulaba como candidato a la primera magistratura del país por la Unión Cívica Radical. De acuerdo con el itinerario que habría sido previamente trazado, esta gira de Alvear se había iniciado el domingo 15 de agosto de 1937, partiendo desde Buenos Aires hasta La Pampa. Había recorrido las ciudades de Dolores, Maipú, Ayacucho, Azul, Olavarría, Pringles, Bahía Blanca, Saavedra, Goyena, Puán, Carhué, Catriló y Santa Rosa, entre otras. Por el Ferrocarril del Oeste partió, el de Santa Rosa, en un tren expreso, rumbo a Pellegrini, pasando por Trenque Lauquen y Carlos Casares, para llegar a 9 de Julio en la tarde del 18 (1).

Invitación al banquete servido en la recepción de Alvear en 9 de Julio (gentileza de Juan Mondelli).

EL BANQUETE

En 9 de Julio, sus correligionarios lo agasajaron con un banquete servido, a las 23:30 horas, en el Quaizel Hotel. Despierta curiosidad un fragmento del texto de la invitación que se cursó días antes: el lugar indicado es “el edificio Valenzuela, servido por el Hotel Quaizel”. Esta distinción responde a una razón lógica; pues, en rigor  el Quaizel Hotel aún no estaba formalmente inaugurado, más allá que sus instalaciones estuviese en condiciones de albergar a los comensales. El hotel, propiedad de Florentino Valenzuela, recién fue inaugurado el 30 de octubre.

El convite contó con una aceptable concurrencia. Un atractivo documento, preservado en el Fondo “Buenaventura Vita” del Museo, Archivo y Centro Cultural “Julio de Vedia”, nos permite conocer el menú  brindado: Mayonesa de ave, entradas, filet de pejerrey a la normanda, “voulevaud de ostras” [sic], “filet piquet a la jardinera”[sic], fruta surtida y café. Para beber, vino tinto y blanco de procedencia nacional marca «Calvet» y champagne francés «Pommery & Greno»(2).

Portada de menú del banquete, con el autógrafo de Marcelo T. de Alvear (gentileza de Juan Mondelli).

EL DISCURSO DEL CANDIDATO

Por fortuna, se ha preservado, el texto completo del discurso que pronunció Marcelo T. de Alvear en 9 de Julio.

Es dable advertir que, si bien fue un estadista, el líder radical estaba muy lejos de ser un buen orador. Improbable cometido sería pretender hallar erudición en sus discursos políticos. No obstante, por juzgarlo una fuente sugestiva, por contribuir a la comprensión de ese contexto político, transcribimos algunos párrafos del discurso de pronunció en 9 de Julio, en su visita de 1937, tal cual fue incluido en una publicación periodística de la época: [textual, en bastardillas]

Señoras; compatriotas:

Desearía esta noche, en esta hermosa ciudad y en esta asamblea tan animada, desearía, digo, poder hablar con toda la serenidad que las circunstancias me imponen como candidato que anda en jira de propaganda electoral.

Son tan grandes las vibraciones populares. Es tal el fervor y el entusiasmo que he observado en toda la República, está tan vinculada a la acción cívica de esta hora la acción cívica de toda mi vida, que me olvido frecuentemente que soy un candidato: se me figura que estoy luchando por aquella hora por la que inicié la brega junto a aquel caudillo extraordinario, tribuno admirable, que fue el verbo de nuestra causa: Leandro Alem.

Y pienso que estoy luchando como en aquellos otros momentos en que acompañaba al amigo incomparable que fue el primer demócrata de la República y al cual debemos que se hiciera efectivo el espíritu democrático que parecía adormecido en el alma argentina, por la virtud destructora de los conservadores de entonces: Hipólito Yrigoyen.

Y queda bien que en todo escenario donde se realiza una asamblea política radical estén presentes los retratos de estos dos manes tutelares del alma argentina, porque, al fin y al cabo, señores, nosotros no hacemos más que proseguir la obra que iniciaron, a la que entregaron todas sus energías, sus fervores y su idealismo.

Pero la situación en que me encuentro, como candidato del partido, me obliga, aunque no sea sino muy brevemente, a expresar los principios fundamentales de mi acción futura de gobernante. Sé muy bien que, en estos momentos por que atraviesa la República, ni las promesas, ni los juramentos, ni los programas de los gobernantes, ni de los candidatos, tienen gran significación: ha habido gobernantes que se han encargado de demostrar que no es obligación hacer lo que se ha dicho, ni cumplir lo que se ha prometido.

Pero yo tengo, tal vez, el defecto dada la época que corre, y ya estoy muy viejo para cambiarme de que tomo siempre en serio lo que prometo y lo que digo.

La plataforma del partido, seguramente la conocéis: ha sido elaborada con inteligencia y con un estudio profundo de las inquietudes actuales del país. Ha sido ampliamente di- fundida, y no voy a entrar a considerar cada uno de los puntos que establece. Pero sí he de hacer una observación de carácter general para demostrar que esa plataforma, en mu- chas de sus modalidades, es una novedad dentro de la U. C. R. Novedad no solamente por algunos principios nuevos que establece, sino por la forma detenida y seria con que se ha llegado a formularla. De manera que es importante la plataforma no sólo por lo que ella contiene, sino porque demuestra un progreso indudable en la organización demo- crática del partido, en el funcionamiento de sus altas autoridades, en la forma como prevé el proceso para asegurar el progreso cívico y material de la República.

Pero el estado político actual del país hace tal vez inútil discutir esas cosas que, si son fundamentales, parecen un poco fuera de lugar, porque el espíritu público está absorbido, y por una cuestión más candente y más actual.

Sería una prueba de cultura cívica que los partidos políticos en lucha pudieran llegar hasta su electorado a decirle lo que piensan, cómo encaran sus problemas de gobierno fu turos y presentes, y que el electorado decidiera de acuerdo con lo que cada candidato les dijera. Pero, para llegar a ese punto de cultura cívica evolucionada, sería necesario que tuviésemos un clima distinto del que está reinando actualmente en la República.

No hemos sido nosotros los que hemos buscado la posición que ocupamos: han sido los acontecimientos que nos han llevado poco a poco a ocupar el sitio que estamos hoy ocupando, en tal forma que nuestra acción cívica parecería que ha desbordado los límites partidarios para abarcar las palpitaciones de todo el pueblo argentino en esta hora.

A ningún argentino se le oculta y yo puedo afirmarlo, porque he recorrido las catorce provincias y dos territorios nacionales-, a ningún argentino se le oculta, en esta hora, que no se discute el triunfo de partidos ni de candidatos.

Que se están jugando cosas muchos más fundamentales y decisivas; que están comprometidas nuestras instituciones fundamentales, los preceptos de nuestra Constitución, la libertad, la soberanía popular, en una palabra: la democracia argentina. Y como la democracia no es un sistema arbitrariamente escogido en la historia del pueblo argentino, sino que ha sido un anhelo hasta quizás subconsciente de los fundadores de nuestra nacionalidad, es seguro que el día que desaparezca la auténtica democracia, la Argentina tal vez debería cambiar de nombre, porque no puede concebírsela de otra manera que como ha sido hasta hoy. Por de pronto, no podríamos recordar con orgullo y respeto fervoroso a todos los fundadores de nuestra nacionalidad, las primeras generaciones que hicieran sacrificios sinnúmeros para darnos patria.

No podremos tampoco venerar a los hombres que vinieron después para establecer nuestras instituciones que nos rigen del 53. No podríamos tampoco reconocernos nosotros mismos, si otro régimen rigiera actualmente la forma del Estado en la Argentina.

Pero es por eso que los hombres que conspiran contra la forma actual del Estado se guardan muy bien de decir que no son demócratas, y eso es peligroso, porque pueden engañar a muchos incautos: porque emplean el nombre de demócratas para encubrir sus pensamientos aviesos y porque hacen todo lo contrario de lo que es indispensable para que exista una democracia de verdad.

Empiezan por aceptar como sistema posible y medio lícito para ocupar las futuras posiciones en el gobierno del país, el fraude y la maniobra política. Pero no puede haber democracia si no hay comicios de verdad y respeto a la soberanía popular.

Llegan a más en el engaño estos hombres que se llaman de la concordancia: hablan de gobiernos de orden y gobiernos de progreso. No sé cómo entienden el orden, porque como lo decía hace unas cuantas noches, el orden en todas las esferas de la naturaleza, no solamente en la vida política y social de un pueblo, no es más que una evolución ajustada a leyes determinadas. Cuando esa evolución no se produce dentro de las leyes pre- establecidas, llega el desorden fatalmente; cuando se viola la ley, la sociedad entra en el desorden. Porque el orden es la observancia estricta de la ley escrita, sin la cual no hay sociedad posible. Y, sin embargo, estos hombres hablan, con todo el desparpajo, de hacer un gobierno de orden, y también de hacer un gobierno de progreso. Pero felizmente para el pueblo, que siempre es inquieto y curioso cuando se le exponen fórmulas tan simples, agregan: y seremos la continuación del gobierno del general Justo, tratando, si es posible, de superarlo. Así entienden el orden y el progreso: haciendo el mismo gobierno del general Justo, que fabrica candidatos a la presidencia en su propio despacho y después llama a los que tienen que aceptarla para que simulen, lo que es más duro todavía, que se la proclama espontáneamente.

El gobierno del general Justo no solamente ha fomentado los grandes fraudes de Buenos Aires, Corrientes y Salta, sino que los ha fomentado con el pretexto del respeto a la autonomía de las provincias. Porque pasa con frecuencia éste no es hecho exclusivo del general Justo que los hombres que no respetan los principios de ética, quieren aparecer aferrados a la ley, aunque sea insignificante.

Esto me hace acordar el episodio de una discusión en el Parlamento argentino. Un diputado muy celoso del reglamento de la Cámara, hacía un debate encarnizado para que él se observara estrictamente. Y otro diputado de un partido contrario, víctima en ese momento de los hombres gobernantes, le contestó: el señor diputado se ahoga en el reglamento y vadea a nado toda la Constitución Nacional.

Pero para tener una idea exacta de cuáles son los propósitos del presidente de la Nación, viene la intervención y las elecciones de Santa Fe.

Constituye en gobernante de esa provincia a uno de sus ministros, porque como buen maestro creyó que sus ministros habían aprendido todas las formas para guiar tutelarmente a su país.

Y ese ministro que está gobernando ya en la provincia de Santa Fe, al aproximarse esta elección del 5 de setiembre, ha sido apercibido por el Presidente de la Nación para que gane las elecciones. Y como la ley nacional no permite emplear los mismos procedimientos que se empleó en las provincias y la Junta Electoral podía ser un inconveniente si estuviese com- puesta por jueces conscientes de sus deberes, el Presidente de la Nación cambia un miembro de la Junta para que la Junta sea también instrumento dócil en la maniobra política que se prepara para el 5 de setiembre.

Ese es el panorama político que se presenta al Partido Radical: un gobierno de la Na- ción resuelto a emplear todos los medios para evitar que el radicalismo triunfe, y gobiernos de provincias ya cómplices anteriores en maniobras semejantes y dispuestos a cooperar con ese alto «ideal político» de salvar al país, que parece incubar el general Justo.

Al escucharme, ustedes se preguntarán: pero, si eso es exacto, si el Presidente de la Na- ción, con toda su influencia y todo su poder, apoyado por gobernantes de provincias con iguales propósitos, va a hacer una elección semejante el 5 de setiembre ¿qué esperanza puede tener el doctor Alvear, que viene a hablarnos acá de las elecciones?

Yo les voy a decir: tengo esperanzas en un factor que el gobierno de la Nación y los gobernantes de provincias no pueden valorar, porque nunca lo han tenido en cuenta y lo ignoran profundamente, y ese factor es el pueblo argentino, ese factor es la dignidad ciudadana. No es extraño que el presidente, como no ha buscado ni ha contado nunca con el pueblo, haya podido llegar a no creer en él.

Pero este viejo luchador que os habla, que siempre ha tenido fe en el pueblo, se siente en su fe más robustecido que nunca y cree firmemente que no habrá fuerza material que pueda cortar el camino a las fuerzas morales del pueblo argentino. Fuerzas morales que son tan grandes, que las columnas que marchan en pos de ellas no tienen por qué preocuparse por lo que dejan a su espalda; saben que lo que van dejando a sus espaldas es obra patriótica y noble que les servirá de impulso para llegar más lejos, y título para recibir el agradecimiento de las generaciones futuras.

En cambio, los gobernantes argentinos de esta hora, caminan como sobre un tembladeral. Van pensando dónde ponen el pie, mirando a su espalda si los abismos que van cavando en las instituciones del país no podrán servirles mañana de fosa, cuando quieran retroceder en el camino que siguen.

La U. C. R. llegará adonde deba llegar, con la frente alta y la conciencia tranquila de haber cumplido con el deber de argentinos, es la única forma y de la única manera que se puede cumplirlo.

En cambio, esas fórmulas de advenedizos de la concordancia, se ven obligadas a explicar al país sus actitudes futuras, porque no pueden responder de su pasado, ni de su presente y menos del futuro. Y si para triunfar necesitan el engaño, la mentira y el fraude, ¿qué será cuando, si llegan al gobierno, empiecen a sentir que las mismas fuerzas que accidentalmente se han puesto de acuerdo, empiezan a reclamar cada una su parte, y siempre con pretensiones exageradas, sobre lo que les corresponde? Ese gobierno nacerá muerto. Y yo, como argentino, no puedo experimentar el mismo sentimiento que podría experimentar como radical en este caso. Como radical, podría decir, si acaso surgiera por el fraude, ese gobierno: nació muerto, bien merecido lo tiene. No. Como argentino, entiendo que un gobierno que va a surgir en esas condiciones será nefasto para la República, nefasto para la fe pública y para las generaciones que puedan venir después. Y veo con inquietud, con zozobra, el camino por el que van a meter, por sus apetitos subalternos, a este gran pueblo que podrá tener defectos, pero que hizo la revolución de Mayo, que luchó en todos los campos de batalla, y acompañó, cuando hubo que derrocar una tiranía, a aquellos lanceros de Entre Ríos hasta la misma plaza de Mayo. Este gran pueblo argentino no merece que advenedizos de la política lo engañen, lo defrauden y quieran constituirse en sus tutores.

El pueblo argentino de esta hora se da cuenta exacta de la gran partida que está jugando. Y es tan cierto eso que aunque, como dijo el doctor Osores Soler, en todas las asambleas toman parte las mujeres radicales con fervor y entusiasmo, yo os puedo asegurar que nunca la mujer argentina ha vibrado con una intensidad más grande, que en esta hora, porque con ese instinto superior que le da su sensibilidad exquisita, se apercibe que se están jugando los destinos de sus hijos.

Ese es el dilema claramente expuesto: normalidad o desorden; verdad o mentira; fraude o legalidad. Y entonces, yo me digo, señores, vosotros también debéis reflexionar.

Ante esta situación, ¡quién sabe cuántos años necesitará la República y cuántas gene- raciones para volver a conquistar lo que pueda perder en un instante de debilidad del pueblo o de inconsciencia de sus gobernantes!

Cada uno debe cumplir en esta hora con su deber. Yo puedo deciros que, si la hora no fuera de tanta gravedad, no habría habido influencia, amistad o argumento que me hubiesen hecho aceptar la candidatura a presidente de la República.

Yo lo tenía resuelto desde hace mucho tiempo. Pero cuando se va a librar una gran batalla en que se juegan los destinos de la patria; cuando el pueblo y los representantes legítimos del pueblo dentro de un partido, que, lo son sus dirigentes, entendían que un viejo general podía ser en la batalla un elemento más de probabilidad de triunfo, yo no podía más que responderle a mi partido: aquí estoy. Y tal como he contestado para mi candidatura, lo diré en el día de mañana si las reclamaciones de mi pueblo exigen que llevemos la cuestión a otro terreno. Sé que las palabras que digo son graves; por eso las digo con firmeza, y después de meditarlas.

No habría mayor dolor en mi alma; no habría mayor amargura en mi espíritu, que producir situaciones de violencia en mi patria. Sé todo lo que ellas significan, todos los interrogantes siniestros que plantean, y mi anhelo más fervoroso y más profundo sería que la paz reinara definitivamente en la familia argentina. Desaparecerían las diferencias, los odios, los rencores, que se substituirían por la lucha leal sobre las ideologías políticas. Pero también, me haré apretar el corazón, si es necesario, e iré donde tenga que ir para salvar a mi patria del predominio de la violencia y la falsedad y de la pérdida de sus instituciones libres(3).

ALVEAR, DERROTADO POR EL FRAUDE

Si bien, Leandro Lozada, uno de sus biógrafos, sugiere que, entre 1936 y 1937, su figura había sufrido un desgaste (4), fue la vieja artimaña política que estuvo tan enraizada durante la Década Infame, y acerca de la cual se refiere al candidato algunas veces en su alocución,  fue la que derrotó la fórmula presidencial Alvear Mosca.

De esta manera, abrió paso al poder al conservadurismo amalgamado con una rama de la UCR Antipersonalista y otros partidos que formaron la denominada “Concordancia”. El proyecto político nacional de Alvear, una vez más, quedó cercenado por el fraude.

NOTAS

(1) Diario «Crítica», año XXIV, n° 8393, Buenos Aires, 14 de agosto de 1937, pág. 3.

(2) Digitalizado por Juan Mondelli.

(3) «Hechos e Ideas», Revista Radical, n° 24, Buenos Aires, agosto de 1937, págs. 263-266.

(4) Cfr. Marcelo T. de Alvear. Revolucionario, presidente y líder republicano, Buenos Aires, Edhasa, 2016, pág. 217.

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