Escribe Cristina Moscato
Durante la segunda mitad del siglo XI surgen por dentro y fuera de la iglesia católica, movimientos reformadores que se propagan por toda Europa. Aunque con distintas denominaciones, ¨patrinos ¨ en el norte de Italia, ¨piphles¨ en Flandes, ¨publicanos¨ en Champa ña y Borgoña, ¨tejedores¨ en el Languedoc , ¨pobres de Cristo¨ en Renania, todos tienen en común, la lectura del Evangelio, la pobreza y el rito cristiano primitivo del bautismo por imposición de manos. Surgidos como respuesta a un clero que vive sus horas más críticas, (venta de indulgencias, comercio de sacramentos, portación de armas, apropiación de bienes, etc, etc), la Santa Sede romana verá en estos nuevos ¨apóstoles¨ una verdadera amenaza y, acusándolos de cometer herejía (sostener errores en materia de fe), va a dar comienzo a una violenta oleada represiva. Hacia principios del siglo XII, arderán las primeras hogueras multitudinarias y una intensa prédica contra sus seguidores equipará la apostasía a la peste o a la lepra, y a los apóstatas a lobos, perros, hienas o chacales. Pero en algunas regiones estos movimientos logran sobrevivir al extermino. Localidades como Toulouse y, particularmente Albi, han sido ganadas por el evangelismo disidente. Los predicadores ¨albigenses¨ llamados por el pueblo como ¨Buenos Hombres y Buenas mujeres¨ (más tarde conocidos cátaros), comienzan a esparcirse por los condados del sur de Francia que tienen en común la lengua de Oc (de allí Languedoc) , bajo la protección de la nobleza local tan anticlerical como simpatizante de la herejía.
Hacia principios del siglo XIII, los Buenos Hombres y las Buenas mujeres que predican con el ejemplo, que traducen los evangelios a la lengua vernácula para que pueda ser oída y comprendida por todo el pueblo y que, a través de la práctica y difusión de distintos oficios (tejido, hilado, albañilería, carpintería) introducen a la plebe en los circuitos económicos de producción e intercambio de la próspera región, aventajan notoriamente, en número y predicamento, a los clérigos de la iglesia católica. En el año 1206 Domingo de Guzmán se encuentra junto a Diego de Acebes, obispo de Osma, en “la sede de Satanás” según sentencia de San Bernardo. El papa Inocencio III (1198 -1216) los ha enviado al Languedoc a sumarse a las huestes de la Orden del Cister, que combate la herejía desde hace casi un siglo, sin éxito alguno.
Convencidos de la necesidad de hacerse creíbles y queribles, los sacerdotes castellanos instan a los cistercienses a dejar pompa y boato (se trasladaba con cuantioso séquito) y copiando la práctica de sus enemigos, se lanzan a predicar aldea por aldea y casa por casa, como un milenio atrás lo había hecho el Divino maestro.
Con la ¨Santa Predicación¨ en marcha, las dos iglesias comienzan a confrontar. La localidad de Montréal será el escenario de uno de los más importantes debates que se celebre por entonces.
Por un lado, se hallan Domingo, Diego y sus hermanos, por el otro, la flor y nata de la jerarquía cátara, la mayoría provenientes de las filas del catolicismo y con una sólida formación teológica.
La disputa arbitrada por dos nobles y dos burgueses es presenciada por una multitud. Según los cronistas de la época, en una de las jornadas del debate, un adversario de Domingo de Guzmán propone dirimir la discusión teológica que llevan adelante, con la prueba del fuego, argumento de carácter Divino superior a cualquier razón.
Los papeles del santo, arrojados a la hoguera por tres veces, se elevan indemnes sobre las llamas hasta alcanzan el techo, milagro con el que se interpreta que la verdad asiste a Domingo y a la ortodoxia.
Sin embargo, como dice el cronista:¨…A pesar de ello, los herejes, no se convirtieron y continuaron con su maldad…¨. (En la actualidad la viga a dónde se dice llegaron las hojas de papel, se conserva en la iglesia de la Asunción de la localidad de Fanjeaux a 10 km de Montreal ).
Hacia fines del siglo XV (1493), Pedro Berruguete, en óleo sobre tabla de 122 cm x 83 cm, en un intento por recuperar el prestigio de la orden de los dominicos, vulnerado por su actuación en la inquisición española , recrea el milagro trayéndolo a su época. En el medio del cuadro se ve una hoguera encendida. Un hombre aviva las llamas con un atizador, mientras otro, de rodillas, arroja los libros, uno por uno, a la fogata. Domingo de Guzmán y los suyos observan desde la izquierda. A la derecha, están los albigenses o cátaros. Prodigiosamente, el libro del santo asciende sobre las llamas, al tiempo que se consumen los textos heréticos.
Sin embargo, la propia historia de la Inquisición hará fracasar las intenciones propagandísticas del artista. Efectivamente, la pintura, cercenada en su parte superior, acabará por echar al olvido el milagro del fuego para mudar, con el correr de los siglos, en ícono de la intolerancia religiosa.
¨La prueba del fuego¨ o ¨Santo Domingo y los Albigenses¨ se halla en el Museo del Prado y puede verse con todo detalle en varias páginas de la web.