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Nueve de Julio
sábado, diciembre 21, 2024

Una tarde de verano en el 9 de Julio de ayer

Era la última hora de la tarde, de una apacible tarde de verano en la que se parecía soñar, recogiéndose en la sencillez de su aislamiento. 9 de Julio a finales del siglo XIX era un pequeño pueblo, con calles de tierra y casas bajas, que crecía en la monotonía de aquellas tardes de verano.
Lamentablemente, casi todos los registros fotográficos de la ciudad, a comienzos de siglo, se ocupan del sector céntrico del pueblo. Pero sin dudas, a las afueras, en los suburbios, también existía una vida intensa, sobre todo inmersa en el trabajo
Desde un montículo de tierra donde, concluían las calles rectas y los edificios de la ciudad, simétricamente alineados, divisabas en primer término una sabana verde que bajaba y subía en suave ondulaciones: una llanura de alfalfa tupida, fresca y soleada a trecho. A la izquierda, la chimenea de una herrería rayaba el espacio; ala derecha, entre matas de  cepa caballo, se veían  algunos que otros ranchos viejos de ladrillos.
Cerca de allí un hombre sacaba agua de la bomba, produciendo un seco y monótono: cric, cric. Y en medio de la llanura, un anciano y un joven cortaban la alfalfa, balanceando sus cuerpos con excesiva lentitud. A rato interrumpían la faena para descansar y dirigían aburrido la vista al cielo que se iba enrojeciendo poco apoco. En el fondo, el caserío desigual, blanco. En algunas partes se elevaba al punto de poderse columbrar la última pared: mas en otras se perdía en una hondonada, hasta confundirse con los árboles. Y sin embargo por una simpatía óptica todo aquel contraste de formas y líneas quebradas, todo aquel hacinamiento de partes entrantes y salientes, de alguna azotea, al aire libre; todo aquel vasto panorama asumía grandeza, mutua proporción, aromatizado a la vez que entre sí, con el sereno ambiente de la tarde.
En aquella parte del pueblo, bien a las afueras, como un boquete divisorio, se extendía la ancha calle, larga y bordeada de árboles; una calle humilde, limpia, única; una calle de esas que siempre reverberan y terminan en pleno campo. En la primera esquina, manchas blanca, oscura, silueta indecisas temblequeaban un momento, para luego desaparecer. Con la llegada del crepúsculo variaron los aspectos. Los muchos solares todavía baldíos ofrecían tinte apagado. El ladrillo de los ranchos se tornaba terroso y más oscuro. Lentamente la luz se esfumaba borrando las líneas. El caserío, envuelto en cierta vaguedad, adquiría fluidez melancólica.
Luego el cielo tomaba el color rojo del atardecer. Las capas de púrpura contrastaban con una enorme masa de nube de un azul violento. Más abajo, enlazada a la nube, una gruesa pincelada circular de rojo amarillo; mas abajo aún, la sombra de una espesa arboleda cerraba el horizonte.
Todo se unía, todo se integraba al alma del universo.  Dominaba en el conjunto la idea del infinito. De repente rompió el hondo silencio una música. De lejos venían voces de niños que en alegre coro esparcían por el aire sus canciones, por momentos fuertes y bullangueras, o suaves y allantadas.
Después, cuando cerraba la noche, el silencio se hacía más profundo. Hasta allí no llegaban aún los faroles del alumbrado y si alguna luz llegaba a la calle era la de alguna vivienda.
Así transcurrían las tarde, lentamente, en aquellos barrios del pueblo, en sus pequeños suburbios, donde se mezclaba el campo con la ciudad, las chacras con algunas casas. Así fue la vida en un 9 de Julio distinto, en un tiempo que pasó.

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