El valor del triunfo es esencial. Porque fue el debut, que siempre genera dudas, angustias. Porque fue logrado frente a Chile, uno de los mejores exponentes en esta parte del mundo y, además, el último campeón de América. Porque se consiguió sin Leo Messi, en el banco de suplentes, todo un símbolo para un equipo de muy buenos valores, pero sin estrellas de súper acción. Y, sobre todo, porque capitalizó en la segunda mitad todo lo bueno -y no tanto- que había generado en los primeros minutos de vértigo sin destino. Dejó de lado la posesión, la idea original de Tata Martino, por el concepto global del contraataque. Así se siente más cómodo, al menos: cuando corre con rapidez, es verdaderamente peligroso.
Demasiado vértigo, presión y velocidad. Poca, muy poca claridad, pausa y profundidad. Durante los primeros minutos, en los que la Argentina fue superior por presencia y vocación, el juego vertical de unos y otros marcó la escena. Nadie tomó la pelota y pensó, al menos durante un par de segundos, cuál era la mejor opción. El seleccionado, que había tenido una ocasión clara durante el primer minuto, por un cabezazo de Gaitán que rozó el travesaño y siguió por el aire, se respaldó en las bandas, ágiles, pero ineficaces: Di María, por el callejón izquierdo y Gaitán, por la banda derecha, fueron imparables en el cambio de ritmo, aunque frágiles en el último toque. La superioridad argentina, en realidad, caía en la trampa de la desconexión en el pase final.
Chile aguardó contras las cuerdas y salió rápido, de contraataque. La presión del equipo que dirige Martino, en realidad, fue una parte del espectáculo. Banega no tomó el control en la zona media y en las alturas, Higuaín pareció desconectado. El cansancio, primero, frente a tamaño desgaste físico, y el cambio de bandas de Di María y Gaitán, más tarde, provocaron la cara más desabrida de la Argentina, que fue dominada, por momentos, por Chile, con el timón de Díaz y algunas gambetas de Alexis Sánchez. El Niño Maravilla aprovechó un descuido de Funes Mori y descubrió una excelente reacción de Romero, en una situación decisiva.
El adelantamiento de Chile permitió el contraataque del equipo nacional, un estilo que suele agradarle, más allá de la idea del conductor. En velocidad, con espacios, se sintió en su zona de confort, como en aquellos buenos tiempos con Alejandro Sabella como entrenador. De todos modos, antes y después, le faltó picardía y claridad frente al arco de Bravo.
Sin el control del balón, sin la posesión, la selección se convirtió en un equipo domado, inseguro, sin la convicción necesaria. Más animado, más desatado, Chile se adelantó en la parte final, un poco porque tiene intérpretes de sobra para la función y otro poco porque observó a la Argentina con la guardia baja.
Hasta que Banega tuvo un segundo decisivo de lucidez imprescindible. Control, cabeza levantada y pase al vacío, por la izquierda, a Di María, que aprovechó la duda de Aranguiz y la falta de reacción de Bravo (un tiro al primer palo), para abrir el marcador. «Abuela te voy a extrañar muchísimo», resultó el conmovedor mensaje del hábil zurdo, por el fallecimiento de su abuela, apenas horas antes.
Se liberó la Argentina, se desesperó Chile. Con espacios, a la velocidad de los primeros minutos le agregó precisión y sentido de la oportunidad. En una suerte de devolución de gentilezas, Di María encontró a Banega, que como un rayo por el sector izquierdo lanzó el remate, que levemente rozó en Isla y sorprendió a Bravo.
Lo que siguió fue una suerte de monólogo del equipo argentino. Con velocidad, lucidez y la pradera abierta, pudo elevar la cuenta, transformar el triunfo en una goleada impensada. Chile quedó atrapado en su propio laberinto, desnudo frente a la superioridad de la Argentina, que concretó en la segunda mitad lo que había insinuado en los primeros instantes. Tras un error de Romero, el descuento de Fuenzalida no cambió el concepto: hay esperanza.