Cuando el congreso nacional aprobó como obligatorios los debates televisivos de los candidatos presidenciales, los legisladores rindieron tributo a la política como show.
¿Porqué un candidato debe exponer sus puntos de vista en un set televisivo?
Hace unos días se cumplió un año de aquel confronte entre los dos dirigentes que dirimieron la segunda vuelta, para la elección presidencial argentina. ¿Que nos dejó como contribución útil? Lo que recuerda el pueblo es la enorme cantidad de frases vacías, baratos eslóganes y promesas incumplidas que salieron de la boca de quien resultó ser el nuevo presidente.
Ese programa visto por todo el país demuestra que un candidato puede ignorar de modo absoluto la palabra empeñada, los compromisos asumidos, sin pagar ningún costo político, principalmente por la protección y encubrimiento de los medios de prensa hegemónicos.
¿No hay allí un falseamiento de la democracia, exacerbado por la fenomenal capacidad multiplicadora de la maquinaria televisiva?
Efectivamente, en el aniversario de la puesta en escena mediática, los canales de la TV más importantes – notorios aliados del candidato- ignoraron olímpicamente los dichos, para preservar la imagen del ahora presidente.
Si de obligar se trata, ¿por qué no se exige el cumplimiento de las promesas electorales con algún mecanismo que castigue su violación? No sería mejor la democracia y la transparencia del contrato social, que los ciudadanos sancionen la manipulación demagógica, con un referendum revocatorio, por ejemplo, sin esperar los futuros actos electorales.
Para quienes entendemos la política como un instrumento de transformación, de inclusión social, de participación popular en la cosa pública, esta ley es un nuevo espejismo que busca maquillar lo peor de la política: el fraude de las ofertas de campaña, los golpes de efecto, el predominio de los publicistas y expertos en imagen para engañar la buena fe ciudadana.
Miguel Mingote