[7 de octubre de 2009]
Escribe Guillermo Blanco
Ocurrió el sábado pasado el mediodía. El estadio de Huracán se iba vistiendo de primera para que las expectativas se consumaran a las dos y diez, hora de inicio del partido entre el equipo local, dirigido por el pensante Angel Cappa, ante ante el Rácing del pensado Ricardo Carusso Lombardi.
Allá arriba, en lo más alto de la tribuna visitante, un manojo de manos plantó bandera. Amplia, clara, con un número y letras negras que formaban un 9 de Julio preciso. Relucía, la más grande de todas, mientras la cabecera se nutría de otras, todas preparando la supuesta fiesta racinguista.
De pronto se notó como que la bandera tambaleó, mientras desde abajo manos con urgencia se esforzaban por colocar otra y, de ser posible, en el mismo lugar.Tenía la inscripción Moreno, y era sostenida por un grupo de esa zona del oeste del gran Buenos Aires. Pero nada pudieron sus sostenedores, porque «la defensa» nuevejuliense hizo lo imposible para que su estandarte blanquiceleste se mantuviera inflexible en el privilegiado lugar que habían sabido conseguir marcando territorio con eficaz premura.
Y ganó la parada, que no dejó de ser un tibio consuelo para lo que vendría después, esa derrota por 3 a 1 que terminó con cargadas de la afición de Huracán para el técnico visitante («Caruso no se va/ Caruso no se va…»), mientras los de atrás hacían agua.
Tal vez otro hubiera sido el cantar de haber imitado a esos estoicos nuevejulienses que al rayo del sol se transformaron en un símbolo anónimo de amor por la camiseta.