La fotografía que hoy publicamos es una instantánea tomada en la Plaza «General Belgrano». El fotógrafo, sin buscar demasiado calidad estética, usó para registrar esta imagen una cámara «minutera» (véase el recuerdo al pie de la página), tan en uso por los llamados «fotógrafos de plaza», que venía acoplada con un pequeño laboratorio fotográfico.
Si bien los nombres de los adolescentes retratos se pierden en la bruma del tiempo, esta fotografía es, en esta ocasión, no solamente documental sino sobre todo testimonial. En los personajes contrastan, en su indumentaria, los pantalones. Aunque la diferencia de edad entre ambos no parece tan grandes, uno de ellos aún no había pasado la barrera etaria que, según las costumbres de la época, «habilitaban» al varón para usar pantalones largos.
UNA EXPERIENCIA SINGULAR
Tenía 16 años, era una calurosa mañana estival de febrero y marchaba junto a su padre por la avenida Mitre hasta Vedia y y desde allí una media cuadra hasta la puerta de acceso a la sastrería «Casa Canelli». Aún recuerda los nerviosismos y la alegría, la entrada a esa sastrería significaba un paso importante, algo así como un dejar la infancia para comenzar a transitar la primera juventud: era todo un acontecimiento familiar, a partir de ese momento comenzaría a usar pantalones largos. El sastre, centímetro en mano y mirando de cuando en cuando una tabla que indicaba la circunferencia de bacinete, tomaba las siete medidas básicas: circunferencia de cintura, circunferencia de bacinete, ancho de rodilla, ancho del bajo, la longitud del grueso de la cadera a largo de la rodilla, el largo total del pantalón y el largo de la entrepierna. Todo era una novedad para ese adolescente, hasta podían temblar las piernas al escuchar el sutil rezongo de desastre ante el primer movimiento en falso que arruinaba la medida.
Este es un pedazo de historia personal en la vida de un muchacho nuevejuliense de la década de 1940, y es al mismo tiempo, las de muchos chicos de entonces, le esperaban con ansias el momento de dejar de usar pantalones cortos para ponerse los largos.
Hace varias décadas atrás, la moda juvenil, como tal, prácticamente no existia. Lo corriente era copiarse de los mayores, vestirse de grande. Empero, arreciaba aún para los jovencitos la costumbre del pantalón corto.
Esta indumentaria, para algunos que ya no eran tan chicos constituía una verdadera tragedia, pues los embretaba en una imitación del adulto que no eran y les creaba conductas de minusvalía, embarazosas e impropias de la edad. Un chico con traje y pantalón corto era un disfrazado de hombre (o medio hombre), un comerciante con saco, cuello y corbata. El problema no era por lo que el chico llevaba puesto a los cuatro años, sino a los catorce. Porque usar pantalón corto cuando no se había ingresado en la escuela primaria era, después de todo, una contingencia, pero persistir con ellos cuando se estaba en el secundario, para los chicos era una falta de consideración.
Puede parecer esto curioso, pero un aviso comercial de la Tienda “Blanco y Negro”, de la década de 1940, vendía trajes de pantalón corto, tipo colegial, para “hombrecitos de seis a quince años”, y pantalones cortos extrarreforzados “para niños de dos a quince años”.
Entrada la década del ’50, el panorama no cambiaba mucho, pues venían catálogos de casas renombradas, en los cuales se ofrecían ropas más severas: “ambos para niños de pantalón corto hasta 16 años”, y “pantaloncitos de 5 a 16”.
Ponerse los pantalones largos, además de ser una consigna declamatoria, implicaba para el muchacho, recientemente púber asumir transformaciones físicas, ambiciones y complejos que el primer año del colegio secundario trae de golpe.
Culturalmente, el ingreso en la secundaria requería el pantalón largo. Sin embargo, no era tan sencillo. Las mamás demoraban la puesta por varias razones: biológicas, porque el pantalón largo simbolizaba el fin de la niñez y el niño cobraba alas; posesivas, pues en el afán de no perder la “propiedad” del menor, les hacía pensar que el pantalón largo sería algo así como darles una libertad de hombre, que por las causas impuestas por los hábitos de mitad del siglo el jovencito todavía no merecía.
La actitud hacia el pantalón corto en un adolescente era padecida en carne propia. Las bromas, a veces, avergonzaban: “¡Bájalos a tomar agua!”, era común que le dijera con picardía algún amigo que ya usaba los largos, o del almacenero que siempre estaba atento a esos detalles.
En los sectores populares, donde los chicos sólo llegaban al sexto grado, el final de la escuela primaria marcaba el ingreso al mundo laboral. Para muchos, el primer pantalón largo del joven obrero era el overol de loneta azul, ropa de trabajo muy resistente.
Los años fueron pasando, ya que yo pantalones largos vestidos con medias tres cuartos quedaron en el recuerdo. Aún así mucho recuerdan con emoción el primer ingreso a “Casa Canelli”, “Casa Galli”, “La Americana” o “Blanco y Negro”, o a las sastrerías de Genaro Boccadoro, Fortte y Derosa, Aita, Vivota o de Ricardo Gornatti, se debió a ese sublime momento de comenzar a usar los largos.
La Cámara «Minutera», que usaba el fotógrafo en la Plaza
Antes de la existencia de las cámaras tipo Polaroid el fotógrafo que, en las décadas de 1930 y 1940 tomana las fotografías en Plaza «General Belgrano» las hacía, revelaba y entregaba en pocos minutos. Esto se lograba utilizando la llamada «Cámara Minutera», un laboratorio portátil adosado a una cámara para postales , aunque otras directamente el cajón era la misma cámara.
No existieron practicamente fabricantes internacionales que se dedicasen a construir «cámaras minuteras» para fotógrafos de calle, por tanto casi todas son artesanales y confeccionadas por el propio fotógrafo o por un carpintero habilidoso.
Para su construcción solía aprovecharse una cámara de placas comercial, a la que se le añadía el cajón donde alojar las cubetas de revelador y fijador. Se acompañaba de un recipiente para el lavado de las pruebas.
Primero se obtenía un negativo en papel y todavía húmedo se fotografiaba éste para obtener el positivo.