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sábado, noviembre 23, 2024

Sobre algunos motivos de la obra Villa Ceferino, Por Mauricio Rongvaux

Señalamiento, protesta, análisis político, entrevero histórico, musical, generacional. Obra de intervención, de interpelación. Una pieza breve, sin diletancias, sin generalizaciones abstractas ni psicologismos de ocasión. Villa Ceferino, la obra escrita y protagonizada por Sandra Brance Apella y dirigida por Gustavo Delfino, está asentada en la urgencia de una dramática inmediatez que sin embargo, lejos de cualquier academicismo, conoce perfectamente las mediaciones que le tabican un destino y le abren la alternativa de una identidad. En esa tensión se desarrolla la obra, en la cerrazón de un destino inconmovible al que se le opone la apertura histórica, esta apertura es hacia el pasado y en ese avanzar de espaldas encuentra la posibilidad de la resistencia. Los enfrentamientos entre los villeros y la policía se enlazan con las barricadas, con los motines, con las sublevaciones: comunales, estudiantiles, obreras, independentistas. A palo, piedra, alegría y miedo. La policía retrocede, y replegándose se promete volver más tarde, u otro día. En ese momento no, después si. Rompiendo el todo por la parte se dedicará a hacer lo que sabe hacer: individualizar, marcar y cobrársela retrospectiva y universalmente. Al boleo, agarran al rezagado y lo someten. Para que vean los otros también, que acá no se jode. Todos los otros. Por que no aprenden más: ni los palos de la Conquista, ni los del ´55, ni los del ´66, ni los del ´68, ´69, ´76… les quitaron de la cabecita esa costumbre de plantarse.
Ceferino Namuncurá, presentado históricamente como la cara decolorada del integracionismo es en esta obra la referencia a una resistencia fragilizada, dura y persistente (ver ““Villa Ceferino” y Calfucurá: estampitas y cráneos, ilusiones y trofeos” de la antropóloga Celina San Martín). De alguna forma Ceferino, el indio, el convertido, el santo los hermana. Ceferino también era pibe cuando quedó inmortalizado y en la villa se fue volviendo más negro. Negro Ceferino, negro el Kempes, el Pascual, el Namu, el Gastón. Todos negros. Vienen de una era cercana. ¿Serán uno sólo? ¿Serán el mismo?. Y las mujeres quedan ahí, doloridas, petreas e insistentes. Caminan, van a la plaza, hacen una bandera, caminan y preguntan por esos negros suyos, soldaditos, villeros, padres, hijos, nietos. Como en los pueblos guerreros esperan noticias de los que se fueron, de los que por motivos recurrentes y repetidos y sabidos no van a volver.
Nombres que vienen de antes: Angélica Mendez condensa el sedimento migratorio, cristiano, laburante y alfabetizado de una época pretérita y familiar. Conoce a su manera en qué conflictos y en qué discusiones está metida y -como la cumbia- se le meten por los pies y van subiendo. Abandonó la tilde y enlaza en un mismo bucle la tercera posición del peronismo con el disco de Fito Páez renombrando a aquella como “Tercer mundo”. Si la duplicidad de los mundos era ya un difícil problema imaginemos esta otra alternativa. El salteño Figueroa Reyes protesta contra los rebusques de un lenguaje incompresible, Fito Páez intenta una propuesta… y la cumbia, y la cumbia le pone un techo a la villa.
Los cruces son muchos en esta obra, en distintos niveles y con diferentes magnitudes. Los registros no son menos: el hecho recordado, el registro documental, la entrevista, el monólogo, el collage, la manifestación coral. Las escenas son todo eso: escenas de la historia reciente, instantáneas que condensan la época.
Un pibe fue asesinado en una comisaria. Las noticias dicen poco, casi nada. Esta obra se construye sobre ese fondo que insiste. Es una vez más un dolor seco y contenido el que tensiona las fronteras empuadas. Es ésta una obra necesaria que le da pelea al olvido, cobijémosla.

Mauricio Rongvaux es un jóven nuevejuliense, licenciado en Filosofía.

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